Valdés era un valenciano que de joven se había radicado en Salta. Por su carácter un tanto impulsivo él mismo se había puesto el apodo de El Babarucho. Se ganaba la vida como tropero y contrabandista, por eso conocía caminos inaccesibles y senderos ocultos. Si bien se las arregló para acercarse a la ciudad ocultándose de día para que no delatase el brillo de las armas, esto finalmente ocurrió.
Valdés se había mantenido oculto en la sierra de los Yacones y en la noche del 7 de junio entró en silencio en la ciudad y se quedó en la plaza principal. En toda historia hay un traidor. El comerciante Mariano Benítez fue quien le pasó el dato de que Güemes estaba en la ciudad. Entonces se preparó una encerrona para el hombre al que los españoles debían derrotar sí o sí si querían hacerse fuertes en la frontera norte.
A la medianoche de ese 7 de junio, Güemes despachó a un mensajero que debía sí o sí atravesar la plaza.Al llegar fue sorprendido por un «quién vive» y cuando respondió «la Patria» recibió una descarga a quemarropa.
Los disparos fueron escuchados por Güemes, quien creyó que se estaba desencadenando una revolución y fue a ver qué era lo que ocurría. Al llegar a una bocacalle le preguntaron «quién vive» y comprendiendo lo que ocurría, respondió «la Patria» y escapó al galope, mientras le efectuaban, sin suerte, una descarga.
Tal vez quiso ir a la casa de su madre, por eso tomó la calle de la Amargura. Al llegar al viejo puente de piedra que cruzaba el Tagarete de Tineo (tagaretes eran los canales que pasaban por la ciudad) en la esquina de Balcarce y Belgrano se topó con un grupo de fusileros del rey y los enfrentó con los pocos hombres que lo acompañaban, ya que algunos habían caído y otros habían sido hecho prisioneros.
El monumento que levantaron en su homenaje, al pie del cerro San Bernardo. Es en el lugar donde cayó por primera vez de su caballo, camino a la Cañada de La Horqueta
En otra esquina volvieron a preguntarle el santo y seña y, sable en mano, saltó con su caballo sobre dos hileras de soldados, armados con fusiles y bayoneta calada.
Una primera descarga no lo alcanzó pero en la segunda un proyectil ingresó por su cadera derecha y se alojó en su ingle.
Tendido sobre el pescuezo del caballo para no caerse de la silla, galopó en la oscuridad. Al cruzar el río Arias, se encontró con una de sus partidas: «Vengo herido», les dijo.
Lo bajaron del caballo, armaron una camilla con ramas y ponchos y por el camino de El Chamical, a unas cuatro leguas al sudeste de la ciudad, fueron hasta su finca en La Cruz. Pero como sus hombres consideraron que no era un lugar seguro, decidieron internarse en las sierras y quedarse en la Quebrada de la Horqueta.
Hasta allí fueron llegando paisanos de distintos puntos de la provincia, a medida de que se enteraban sobre lo que había ocurrido. Sabía que se moría, por eso fue despidiéndose de todos, haciéndoles prometer que debían seguir la lucha contra los españoles.
El padre Francisco Fernández fue el que lo reconfortó espiritualmente en sus últimos momentos.
Olañeta, que estaba en Jujuy, se enteró de que estaba herido y le envió emisarios. Estos ofrecieron abrirle camino a Buenos Aires para que pudiera ser atendido por los mejores médicos, a cambio de su rendición.
El salteño, tendido en un catre que había armado Mateo Ríos, hizo llamar al coronel Jorge Enrique Vidt, jefe de su estado mayor. En presencia de los emisarios españoles, le ordenó que marchase con sus fuerzas a poner sitio a la capital, haciéndole jurar que continuaría la lucha hasta que no quedase en la tierra un solo argentino o un solo español.
Luego se dirigió a los españoles. «Diga a su jefe que agradezco sus ofrecimientos sin aceptarlos: está usted despachado».
José Redhead, el médico que había atendido a Manuel Belgrano y que era amigo de Güemes, obtuvo el permiso de los españoles para ir a asistirlo, a quien ya le había adelantado que cualquier herida que recibiera sería mortal, ya que se suponía que sufría de hemofilia.
Pero los intentos tanto de Redhead, como su colega Castellanos, fueron inútiles. Según la tradición oral de la familia Güemes, sus últimas palabras fueron para su esposa Carmen Puch. «Mi Carmen no tardará en seguirme; morirá de mi muerte así como vivió de mi vida».
Falleció el 17 de junio de 1821 y fue sepultado al día siguiente en la capilla de El Chamical. En 1822 sus restos fueron trasladados a la vieja Catedral, por 1877 al panteón familiar en el Cementerio de la Santa Cruz y finalmente en 1918 a la Catedral de Salta, en el Panteón de las Glorias del Norte.
La historia tardó en reconocer su labor en el norte. Cuando murió, en Buenos Aires un diario anunció que «había un cacique menos». Sería a comienzos del siglo veinte cuando la figura y la trayectoria del único general muerto en batalla por las guerras de la independencia fue revalorizada.
La tradición popular cuenta que su esposa Carmen, al enterarse de la muerte de su marido, al que seguiría la de su enfermizo pequeño hijo Luis, se encerró en su habitación, se cortó sus cabellos y dejó de comer. Tenía 25 años cuando falleció el 3 de abril de 1822. La Carmencita había seguido los pasos de su amado Güemes, hasta a la misma muerte.
En cada aniversario de su fallecimiento, al pie del cerro San Bernardo, donde se levanta el monumento que lo recuerda, se baila, se canta y se cuentan historias sobre su vida de novela.