El suicidio continúa siendo uno de los temas más silenciados y mal comprendidos en nuestra sociedad. A pesar de las estadísticas alarmantes y del dolor que genera en miles de familias, persiste un tabú colectivo que impide hablar de este fenómeno con claridad y responsabilidad.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada año más de un millón de personas mueren por suicidio en el mundo. En Argentina, es la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. Son cifras que deberían encender todas las alertas. Sin embargo, en lugar de generar reflexión, muchas veces conducen a una estrategia de negación, minimización o, directamente, ocultamiento.
“Mientras todos evitamos el tema, al menos un millón de personas mueren cada año a causa de suicidio en el mundo”
Como profesional de la salud mental, observo a diario cómo el tema se evita incluso en contextos donde debería abordarse con naturalidad; en las escuelas, en los medios de comunicación, en los ámbitos familiares y, lamentablemente, también dentro de algunos espacios clínicos. Este vacío discursivo no es casual. Tiene raíces culturales, históricas y religiosas que aún hoy pesan.
Durante siglos, el suicidio fue condenado moralmente, etiquetado como pecado o cobardía, y sus protagonistas reducidos a juicios simplistas. Aunque los tiempos han cambiado, ese marco valorativo sigue influyendo. Todavía hoy se usan eufemismos para evitar decir la palabra “suicidio”, como si nombrarlo fuera una transgresión. Se habla de “decisiones personales”, de “fallecimientos repentinos”, de “tristezas profundas”. Pero no se dice lo que es. Y lo que no se nombra, no se puede prevenir.
“Del suicidio, que causa tantas o más muertes que otros problemas sociales, no se habla o se lo hace muy poco y tomado con pinzas”
Desde la psicología, entendemos que el suicidio no debe ser interpretado únicamente como el resultado de un trastorno mental. Es, en muchos casos, el desenlace de un sufrimiento psíquico intenso, sostenido y no escuchado. Es un acto desesperado ante un dolor vivido como insoportable y sin salida. El problema no es la muerte en sí, sino la vida que no pudo ser vivida de otra manera.
La prevención, por lo tanto, no se limita a detectar síntomas. Implica generar entornos donde el sufrimiento pueda ser expresado sin miedo, donde se escuche sin juzgar, donde se habilite la palabra. Hablar del suicidio no lo promueve: lo previene. Callarlo sí lo agrava.
“Hablar del suicidio en forma responsable no induce al acto; por el contrario, podría representar una oportunidad, tal vez la última, para que alguien busque ayuda”
Otro error frecuente es suponer que quien advierte que quiere quitarse la vida “solo busca llamar la atención”. Esa frase encierra una peligrosa banalización del dolor humano. Todo intento de expresión debe ser tomado con seriedad. En mi experiencia clínica, muchas veces los pacientes que advierten sobre pensamientos suicidas no quieren morir: quieren dejar de sufrir. Y esa diferencia es central para poder intervenir a tiempo.
También es urgente revisar el rol de las instituciones. Muchas provincias carecen de dispositivos adecuados de atención en crisis, y las guardias psiquiátricas suelen estar saturadas o desbordadas. A su vez, faltan campañas de información pública que permitan comprender el fenómeno sin caer en el sensacionalismo ni en el ocultamiento.
“Convertir al suicidio en un tabú lo que hace es perjudicarnos a todos”
Desde la psicología sostenemos que hablar salva. Escuchar con apertura, sin prejuicios ni recetas rápidas, puede marcar una diferencia. El suicidio no es un hecho inevitable. Es prevenible. Pero requiere que dejemos de tratarlo como un tema prohibido. Necesitamos crear una cultura que habilite la expresión del sufrimiento y que no lo convierta en motivo de vergüenza o silencio.
Acompañar no es curar, es estar. Y para estar, primero hay que atreverse a mirar el dolor de frente y a ponerle nombre. Porque el suicidio, como toda realidad humana, no desaparece porque se calle. Solo se vuelve más oscuro, más solitario y más difícil de evitar.
Hablar no mata. El silencio, sí.
Fernando Serrano Urdanibia
Psicólogo, especialista en adolescencia y psicoanálisis.